Dioses ancestrales de la tierra. Ataecina

 


La zona en la que se incardina Cabeza la Vaca, Tentudía, Badajoz, fue como un imán para el hombre desde la prehistoria. A veces se encuentran restos que no se sabe bien a qué deidad ancestral puede pertenecer; o también, restos de su culto como altares, piedras para sacrificios, menhires, dólmenes, etc.

Una de las deidades a las que los hombres dedicaron sus oraciones en la forma en la que correspondía a tal estadio de la civilización fue Ataecina, diosa antigua y poderosa, conocida también como Adaegina o Attacina, trae consigo la brisa oscura de lo desconocido, el aliento frío de la noche y el calor fértil de la primavera que renace. 

Su nombre, nacido de la lengua áspera del celtíbero, "ate gena", susurra renacimiento en cada rincón de la Península, donde el polvo y la historia se entrelazan. Señora de la fertilidad, madre de la luna y guardiana de la curación, Ataecina es el latido que reanima la vida dormida y la mano que la arrastra de vuelta cuando el ciclo llega a su fin.

En ella está lo que los orientales llamarían el ying  y el yang. Oriente y Occidente no son tan distintos.

No todo es luz en su mirada. Ataecina es también la sombra, la tierra que engulle los cuerpos y los devuelve al misterio. Como la Proserpina romana, camina entre los muertos, señora de lo que yace bajo la superficie del mundo y es allí, en lo profundo, donde guarda el secreto de la fertilidad, del renacer vegetal que corona su poder. 

De ella es la cabra, animal que corre por los riscos como su símbolo y también el ciprés, árbol oscuro y fúnebre, espiritual por excelencia, que marca el camino hacia lo que aguarda en el más allá. El enhiesto surtidos de sombra y sueño de Machado, que acariciaba el cielo con su lanza, no significa más que el apuntamiento de la dirección que el mortal ha de seguir hacia la Gloria.

Sus altares se alzan, altivos y antiguos, en la vasta Lusitania y la rica Bética, donde los pueblos temerosos y devotos colocan exvotos de cabras y cilindros tallados con rostros geométricos, buscando el favor de la diosa. 

Le piden bendiciones, sí, pero también lanzan al viento plegarias sombrías, maldiciones que a veces traen la enfermedad y la muerte, porque Ataecina no es sólo bondad, sino también el filo cortante de la justicia que no perdona. 

En lugares como Mérida, Elvas o Cáceres y sobre todo en la enigmática ciudad de Turobriga, su culto floreció entre quienes temían y amaban la oscuridad que ella representaba.

Hoy en día, las piedras aún guardan su nombre, tallado en 36 inscripciones que, según el sabio Abascal, reposan en Alcuéscar y otros rincones de la península. 

Desde Toledo hasta Cerdeña, los ecos de su culto perduran, como un susurro en las páginas olvidadas del tiempo, como un rastro de cabra en la tierra que nunca se borra del todo.

 

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