Dioses ancestrales de la tierra: Vesta
En Extremadura existen numerosos restos romanos, el Imperio se mezcló con los humildes y no tantos celtíberos que asimilaron sus dioses y aportaron una simbiosis particular, a veces con nombres distintos, quizás parecidos en ocasiones, pero las deidades se asimilan en un sincretismo que auna y forja una civilización específica nueva. Todavía están en uso muchos de los restos legados por los romanos, como el teatro de Mérida, que recuerad y actualiza aquellos años de cruel dominación y nos sumerge en la civilización que tenía dioses para todo, practicaban politeismo y el cristianismo les parecía algo amenazante y contundente. Entre las principales deidades estaba Vesta, la diosa del hogar y del fuego sagrado.
Fama est que los romanos e hispanorromanos tenían en sus casas pedestales y especie de idolillos que representaban a los antepasados, a los que rendían culto, eran los dioses lares y penates, pero la diosa del hogar y del fuego sagrado que significaba le principio del hogar y también el principio divino, era la diosa Vesta.
Las vestales, cuyo nombre deriva del latín Vestalis (y en plural, Vestales), eran sacerdotisas dedicadas al culto de Vesta, la diosa romana del hogar y del fuego sagrado. Este colegio sacerdotal, único en su tiempo, representaba una excepción notable en el ámbito religioso romano, dominado casi exclusivamente por hombres. Aunque al principio el número de vestales pudo haber sido solo de dos, el colegio se amplió a cuatro durante el periodo de Plutarco y luego a seis en épocas posteriores. La relevancia de estas sacerdotisas en la sociedad romana era indiscutible, pues se consideraba que la prosperidad y estabilidad de Roma dependían en gran medida de su integridad y devoción.
Para su adoración estaban las vírgenes vestales, que más que guardianas del fuego sagrado, encarnaban el latido de Roma, una llama viva que la diosa Vesta mantenía ardiendo y a la que las vestales debían entregar no solo su devoción, sino toda su pureza.
Eran elegidas jóvenes, entre seis y diez años, de familias patricias y sólo eran niñas sin defecto físico y de linaje impecable ninguna más podía aspirar a ingresar en el sagrado colegio.
Su misión principal era simple pero implacable: mantener el fuego sagrado del templo de Vesta siempre vivo, en el corazón del Foro romano, una llama que no podía extinguirse sin riesgo para el Estado. Esta tarea exigía una disciplina feroz; las vestales, limitadas en sus movimientos y aisladas de la vida común, debían renunciar a cualquier vínculo terrenal.
El fuego sagrado se encendía aprovechando la luz solar, concentrada a través de un espejo cóncavo que actuaba como foco de ignición. Si en algún momento las llamas se extinguían, la vestal encargada de la guardia en ese momento enfrentaba un severo castigo físico, consistente en ser azotada, pues la pérdida del fuego era considerada una grave omisión en sus deberes sagrados.
No había esposo ni hijos para ellas, porque su voto de castidad las ataba a algo superior: la devoción exclusiva a los rituales que ningún sacerdote podía ejecutar. La preparación de la mola salsa, esa mezcla sagrada de harina, agua y sal para los sacrificios, era su tarea y su secreto. Vestían un velo sobre la cabeza, un símbolo de su dignidad y compromiso, y llevaban en las manos una lámpara encendida, símbolo de la llama eterna que representaba la esencia misma de Roma. Quizás aquí esté el origen del velo que ha perdurado, sobre todo en los pueblos, hasta pleno siglo XX y perdura en las ceremonais religiosas cristianas como la Primera Comunión y el vestido de la novia en su boda.
Su servicio era un voto de por vida o casi pues dividían sus treinta años obligatorios de dedicación entre el aprendizaje, el ejercicio sacerdotal y la formación de las nuevas iniciadas, concluido ese tiempo, les era permitido casarse. Aunque, después de tanto tiempo, ¿quién querría abandonar la sombra de los templos y el respeto divino ganado a pulso?. Hay que situarse en la época, donde la estimación de vida media no llegaba a los 30 años, así que cuando terminaban sus votos de treinta año, prácticamente eran unas ancianas, al menos socialmente.
El fuego de Vesta simbolizaba la vida eterna de Roma y, por ende, la continuidad del Estado. Si las llamas se extinguían, no era solo un accidente: era un mal presagio, un augurio funesto de que la prosperidad de la ciudad pendía de un hilo.
Tan alta era la misión de estas sacerdotisas que su pureza personal se convertía en la piedra angular de la estabilidad romana.
En el fondo, su castidad era la manifestación de una política del espíritu: como Roma, debía ser inviolable. Y si una vestal rompía su voto de virginidad, el Estado entendía aquello como una traición tan peligrosa que la justicia no podía permitirse demora alguna.
La violación del voto de castidad se castigaba con la máxima severidad, pues el vínculo entre la pureza de las vestales y la salvaguarda del imperio romano era tan profundo que cualquier trasgresión se vivía como un golpe contra la divinidad misma.
Las vestales caídas no eran ejecutadas de forma común: su sangre sagrada no podía derramarse, siendo esta la razón de que se las enterrara vivas en el Campus Sceleratus, donde el frío de la tierra sellaba la ruptura del pacto entre lo humano y lo divino. El amante de una vestal era ajusticiado sin piedad, en un acto que pretendía aplacar el enojo de los dioses y restablecer el orden ultrajado; y los romanos eran especialmente crueles en sus penas.
Eran también y quizás sin quererlo, figuras de influencia. No intervenían en el gobierno ni dictaban leyes, pero su presencia en la política era innegable. Durante los tiempos turbulentos, su mera custodia del fuego sagrado se convertía en un acto político, una especie de sello sagrado que otorgaba legitimidad y estabilidad a los líderes y a las decisiones de Roma.
Las vestales gozaban de privilegios que ningún otro ciudadano romano podía soñar. Podían hacer testamento aun teniendo padres vivos, y disponer de sus bienes sin necesitar la tutela de un hombre, algo impensable para la mayoría de las mujeres de su tiempo. Incluso poseían el singular derecho de perdonar a un condenado a muerte que encontraran de camino al cadalso, siempre y cuando se demostrara que el encuentro había sido obra del azar. Ofenderlas o agredirlas, además, era una provocación castigada con la pena capital, una garantía de respeto a su estatus casi divino.
Pero su privilegio más elevado era también su más terrible carga: la virginidad. Una vestal que rompiera su voto de castidad cometía un delito más grave que dejar morir el fuego sagrado. Al principio, el castigo era la lapidación; más tarde, este se transformó en decapitación o en un entierro en vida en el Campus Sceleratus, mientras el amante de la vestal era condenado al suplicio público. Aun así, en toda la historia registrada, solo hay constancia de veinte casos en los que esta transgresión fue descubierta y castigada.
El 27 de febrero del año 380, el emperador Teodosio I proclamó el cristianismo como la única religión oficial del Imperio, poniendo fin al respaldo estatal a la religión tradicional romana y prohibiendo los cultos públicos dedicados a los antiguos dioses. En 391, el templo de Vesta fue clausurado y Celia Concordia, quien ocupaba el cargo de vestalis maxima, renunció en 394. Más adelante, hacia el final de su vida, ella también se convirtió al cristianismo, un cambio que ocurrió doce años después.
Las vestales fueron disueltas por Teodosio el Grande en el año 394.