La liturgia de las horas u oficio divino y San Benito
Desde los monasterios benedictinos de la Edad Media hasta los laicos de hoy, la Liturgia de las Horas —organizada por San Benito— ha marcado durante siglos el ritmo de oración de la Iglesia, convirtiendo el paso del tiempo en un constante diálogo con Dios.
La Liturgia de las Horas u Oficio Divino, es una manifestación de la oración incesante de la Iglesia, eco cotidiano de la fe, que eleva a Dios lo mejor de su espíritu en alabanza y súplica. La estructura del día cristiano se apoya en estas horas santas, donde la voz individual y la comunión espiritual se entretejen en un ritmo regular y armónico.
Esta costumbre de dividir el día en momentos dedicados a la oración halla sus raíces en la tradición hebrea, en aquellos intervalos fijos donde se rezaba al despuntar la mañana, al mediodía y al caer la tarde. Jesús, como buen hijo de Israel, participó de esta costumbre, que los primeros cristianos adoptaron y adaptaron con fervor, moldeando el Oficio a medida que la Iglesia crecía y se extendía.
No obstante, sería en los monasterios medievales, particularmente en las órdenes benedictinas, donde el Oficio Divino adquiriría su estructura más reconocible, con San Benito de Nursia organizando una regla de oración que incluía todos los salmos del salterio a lo largo de la semana. Los monjes de Silos, en concreto, mantienen viva esta práctica en su comunidad, evocando con sus voces una tradición que reverbera desde hace siglos.
En la Edad Media, la estructura del Oficio Divino se forjó con rigor y constancia en el ámbito de los monasterios benedictinos, donde San Benito, con su mirada firme y su entendimiento profundo de las debilidades y fortalezas humanas, estableció una disciplina insoslayable para sus monjes. Bajo su férrea regla, les aconsejaba que no abandonaran las horas de oración, ni siquiera durante sus desplazamientos.
El salterio debía recitarse completo cada semana, cada uno de los 150 salmos tenía su momento exacto, su cadencia ordenada en el ritmo de la semana, de manera que en la vida del monje no quedaba rincón sin santificar.
Para las horas menores, aquellas oraciones más breves, no era necesario acudir al templo: bastaba oír el sonido de la trompeta o de la campana para interrumpir cualquier tarea y, allí donde estuvieran, elevarse en plegaria al cielo, en una entrega que transformaba cada lugar en un santuario efímero.
Para las horas mayores, como maitines, laudes y vísperas, la comunidad entera se reunía en la iglesia, donde las voces se unían en un caudal de devoción que aspiraba a alcanzar la inmensidad. Pero, ya en el siglo XII, con el ascenso de los frailes menores, aquellos franciscanos errantes que llevaban el espíritu de la plegaria más allá de los muros monásticos, se hizo necesario un breviario, un libro abreviado que reemplazara los múltiples y grandes tomos de las bibliotecas monacales y pudiera ser llevado de un sitio a otro en la alforja de un fraile viajero. A este breviario, versátil y conciso, debemos la expansión del Oficio Divino fuera de los monasterios y conventos.
La forma actual de esta venerable práctica fue establecida en tiempos modernos por Pablo VI, quien, en 1970, le dio nueva estructura y aire fresco a través de la constitución apostólica Laudis Canticum, buscando hacer más accesible este ritual para aquellos fieles de todo estado que deseen unirse a la Iglesia en su rezo continuo. Así, la Liturgia de las Horas sigue viva, tejida en la rutina de quienes consagran el día entero, desde el alba hasta el anochecer, a la presencia divina.
Con el tiempo, se consolidó la práctica de cinco horas principales, cada una con una intención y simbolismo únicos. Laudes, al amanecer, consagra el inicio del día a Dios, rememorando la resurrección de Cristo con el Benedictus, cántico de Zacarías, que es una alabanza a la luz naciente de la salvación. Durante el día, Tercia, Sexta y Nona marcan breves pausas de oración a media mañana, mediodía y media tarde, recordándonos que nuestra labor cotidiana se inserta en el servicio divino. Al caer la tarde, Vísperas recoge los frutos de la jornada en acción de gracias, entonando el Magnificat, cántico de la Virgen María, que eleva su gratitud por la grandeza de la obra de Dios. Finalmente, Completas da fin al día, encomendando el descanso nocturno al Señor.
Aunque los clérigos y consagrados están obligados a rezarla, la Liturgia de las Horas no es un tesoro exclusivo de quienes han recibido la ordenación: el Concilio Vaticano II invita a los laicos a participar en esta oración, ya sea en comunidad o en soledad, haciendo del día un acto de alabanza en cada instante y circunstancia.